Hace unos años publiqué un artículo con algunas ideas sobre digitalización y acceso al conocimiento en la Revista Luthor, llamado «Del calor de las fotocopiadoras a las luces de los escáneres. Perspectivas en digitalización desde el subdesarrolllo». Ahí anticipaba algunas de las conclusiones del capítulo de Argentina que finalmente salió publicado este año en el libro Shadow Libraries: Access to Knowledge in Global Higher Education, editado por el MIT Press. En ambos trabajos el foco estuvo puesto mayoritariamente en la perspectiva del acceso, es decir, cómo hacemos los estudiantes para acceder a los materiales que necesitamos para estudiar en el nivel universitario, y cuál es el rol de las bibliotecas (mayormente universitarias) en este escenario.

Al final del artículo en la Revista Luthor mostraba alguna de las respuestas que habíamos obtenido tras la primera experiencia del Taller de Digitalización (información que se ha mantenido más o menos consistente en estas últimas dos experiencias que hemos hecho). Allí, una las respuestas más acuciantes sobre lo que se necesitaba a la hora de emprender un proyecto de digitalización era «conocimiento práctico y técnico sobre el tema», algo que hemos venido tratando de subsanar con el taller, con el proyecto de los escáneres de libros Do It Yourself y a través de este espacio del blog.

Sin embargo, desde hace algunos meses que vengo pensando sobre una cuestión que tiene que ver con cómo se construye efectivamente ese conocimiento sobre digitalización. Es decir, quién exactamente define qué conocimiento es valioso saber, cómo se define qué es un estándar y a través de qué medios. Hace algunos años atrás pensaba que quienes ponían esos estándares eran las bibliotecas y el mundo simplemente se adaptaba a ellos, y quienes podían los alcanzaban y quienes no simplemente tenían que utilizar estrategias de adaptación (y que quede claro, si hace unos años me parecía que los escáneres DIY eran una buena solución, ahora cada vez más tiendo a pensar que son simplemente un substituto deficiente frente a la ausencia de un consumidor con poder de mando sobre las decisiones técnicas y de un actor industrial nacional o regional que pueda proveer soluciones mucho más óptimas y eficientes). La realidad como siempre es más compleja: la dinámica sobre la construcción de ese conocimiento involucra a la industria que se dedica a todo el rango de actividades referidas a los diferentes aspectos de la digitalización (iluminación, manipulación del material librario, fotografía, etc., etc.) pero también a los consumidores institucionales o empresariales que definen sus necesidades de equipamiento en base a especificaciones muy precisas, en parte elaboradas en el diálogo con esa industria. En pocas palabras, que saben lo que quieren porque tienen una base de conocimiento previa que les permite entender dónde están las posibles fallas o inconvenientes y cuáles son los obstáculos que necesitan resolver.
Como comenté en este post en Facebook, como parte de la pasantía en Harvard me llevaron a conocer las instalaciones del proyecto CaseLaw. Steve Chapman me comentaba entonces que compraron un escáner especial que utilizan mayormente en el sector bancario, cuyo valor ronda aproximadamente los 200.000USD. Son la primera biblioteca en haber comprado este escáner y por lo tanto el fabricante, una empresa de Alabama, estaba muy interesado en todos los comentarios, opiniones y posibilidades de mejora del equipamiento que el proyecto de CaseLaw les pudiera proveer. Es una dinámica que se replica en otros lugares: Internet Archive, por ejemplo, recibe escáneres de fabricantes comerciales tan diversos como Kirtas y Atiz para dar su opinión sobre el tipo de tecnología que están fabricando. Pero, además de recibir comentarios o feedback, lo más importante que hacen estas industrias no tiene tanto que ver con la posibilidad de responder o no a los comentarios de sus usuarios, sino en que básicamente ponen el dinero necesario para hacer la investigación y el desarrollo y para convertirlo en un estándar, no bibliotecológico, sino industrial. ¿Algunos ejemplos? Los estándares ISO 12233:2000, ISO 16067-1:2003 e ISO 16067-2:2004 para determinar la resolución adecuada de una imagen según el tipo de funciones utilizadas para realizar el sampleo de la imagen digital. Y dentro de muy poco vamos a estar escuchando que el viejo JPG probablemente sea reemplazado por el mucho más eficiente HEIF, un nuevo avance de la industria provocado en parte por la expansión creciente de los teléfonos celulares con cámaras cada vez más poderosas cuya calidad requiere cada vez más espacio.
En Argentina -y en general en América Latina- esta industria directamente no existe. Lo más cercano a este tipo de industria son los resellers, o sea, empresas de Europa o de Estados Unidos que ponen una casa subsidiaria pero que responden a las necesidades de su casa matriz, y eso también incluye a sus políticas sobre apertura de sus investigaciones o de sus estándares. Los resellers no están para ofrecer conocimiento y construir un círculo virtuoso, están ahí para vender caro y proveer soporte técnico (también caro) para cuando algo falla.
Este año, mientras estábamos dando el taller, alguien me preguntó si yo creía que el escáner «El Archivista» que diseñó Daniel Reetz es la mejor versión de escáner que se puede construir. Le dije lo que para mí es cierto: con los recursos disponibles, sí, este es el mejor escáner que se puede construir. Pero la doble cara de esto también tiene que ver con las dificultades propias con las que me enfrento cuando intento replicarlo: por ejemplo, este escáner utiliza como fuente de iluminación unas LED Soraa Bulbrite SM16-07-10D-927-03, que tienen un Índice de Reproducción Cromática de entre 92-95 CRI. Estas lámparas no se consiguen en Argentina, y mi única forma de conseguirlas es a través del menudeo, gente que va y viene a USA o a Europa y que en cada viaje me puede traer un par o varios pares de estas luces. Si quiero importarlas, tengo que importar una cantidad de 10.000 lámparas como mínimo para que valga la pena para un importador hacer el esfuerzo que implica cumplir con las regulaciones de electricidad del Mercosur. Pero, quizás, el problema principal radica en que no existe tampoco un fabricante local que quiera asumir el desafío de producir ese tipo de tecnología. Soraa es una empresa pequeña. Es prácticamente una PYME; creada en California en el año 2007, según su propia definición «hace uso de la ciencia para producir un espectro y una calidad sin parangón».

¿Es un capricho de la calidad las luces Soraa? No lo es. Sin ir más lejos, Henry Wilhelm (un prócer en materia de preservación de fotografías, cuyo libro en co-autoría con Carol Brower «The Permanence and Care of of Color Photographs: Traditional and Digital Color Prints, Color Negatives, Slides, and Motion Pictures» sigue siendo lectura imprescindible sobre el tema), estuvo este año en la conferencia anual del American Institute for Conservation of Historic and Artistic Works (AIC) presentando una disertación exactamente sobre las diferencias que ciertos tipos de fuentes de iluminación presentan en las manchas de las fotografías a color. La mitad del resumen de esa disertación es chino básico (aunque, simplemente para aclarar, por ejemplo, las lámparas Soraa trabajan en la emisión violeta), pero a pesar de ello, es justamente ese tipo de conocimiento el que no se produce en Argentina (o en América Latina) o que si lo hace, no sale de su lugar de nicho y no tiene forma de difundirse a quienes lo necesitan (por ejemplo, las bibliotecas y los archivos).
Hay un problema de propagación de ese conocimiento, pero también hay otro problema vinculado a la demanda de ese conocimiento. ¿Hay alguien en Argentina o en América Latina que esté pidiendo conocer las especificidades de la fotografía hiperespectral para trabajar con manuscritos? No lo sé, probablemente no; quizás en México. ¿Hay alguien exigiendo las especificaciones técnicas de los sistemas ópticos utilizados en cada uno de los escáneres que se ofrecen actualmente en el mercado? ¿O de los sistemas de iluminación? Y suponiendo que lo hubiera, ¿existe una comunidad lo suficientemente organizada como para hacer una demanda por este conocimiento? Más allá de la enumeración más o menos azarosa de términos, el problema radica en que si esta demanda ni siquiera existe no se convierte en una exigencia, en un estándar que todos deberían buscar (y ofrecer) a precios razonables. Hoy por hoy tenemos tecnologías de digitalización caras que no contribuyen en nada a desarrollar el tipo de conocimiento que necesitamos para abaratar los costos, pero sobre todo para ser más eficientes. Este es el meollo de la cuestión: no se trata simplemente de costos, se trata de los famosos «trade-offs», es decir, qué cosas se sacrifican en función de las necesidades y opciones que están disponibles.
En una nota reciente en El Cohete a la Luna, Eduardo Dvorkin señalaba la necesidad de la ciencia y la tecnología como forma de construir desarrollo inclusivo. Aunque no coincido en muchas de sus premisas (por ejemplo, la idea peregrina de que quizás haya un gobierno popular en el 2019), el artículo hace énfasis en la necesidad de financiar más ciencia y tecnología. Pero esta ciencia y tecnología tiene que entrar en un diálogo virtuoso con la industria y con otras áreas del Estado que son sus consumidores, y en definitiva esa es un poco la pregunta que infructuosamente estoy tratando de responder en este artículo: ¿existe ese consumidor para las tecnologías de digitalización en Argentina y en América Latina? Y si existe, ¿cuál es el estado de su conocimiento sobre el tema y cuál es su capacidad de formular demandas que retroalimenten a los procesos productivos?
En el sector público existe un cierto rechazo a la idea de lo «comercial», algo bastante natural considerando que en Argentina buena parte de estos desarrollos comerciales son bastante pedorros: no hacen investigación, no incorporan tecnologías avanzadas, no producen ciencia y muchas veces ni siquiera incorporan metodologías de construcción que impliquen la utilización de procesos de mejora productiva que no dependan de variables poco elásticas o inelásticas (como la explotación intensiva de mano de obra). Pero también es cierto que desde el sector público no se les exige que hagan nada de esto, sino que simplemente provean soluciones en contextos cada vez más adversos y precarios, donde nadie en su sano juicio haría la inversión que requiere un emprendimiento productivo de este tipo en un contexto como el argentino (o el latinoamericano, para el caso). Por lo tanto dependemos siempre de la capacidad de explotar mano de obra de manera intensiva. Y al final del día, incluso con un dólar caro, sigue siendo más barato diseñar una buena estrategia de preservación y alojar los archivos digitales con un plan de Omeka que contratar a alguien para que instale Omeka en un servidor. Triste pero cierto.
En este punto alguien podría decir que es la diferencia entre la producción de bienes de consumo para un mercado reducido y la producción de bienes de consumo para una economía de escala. Puede ser. También es cierto todo lo que ya sabemos sobre las diferencias entre las economías centrales y periféricas, sobre el desarollo desigual y combinado, etcétera, y toda la larga lista de pensamientos téoricos que desde Ruy Mauro Marini hasta acá tenemos para pensar los problemas económicos de América Latina. Lo que quizás sea necesario hacer es mirar la intersección de ambos fenómenos, y pensar la producción del ámbito bibliotecológico, archivístico, museológico, en un contexto económico más amplio que simplemente su aporte al PBI en términos de visitas de extranjeros o de industrias culturales, sino en la intersección con otros emprendimientos productivos.
En definitiva, la producción de conocimiento también es un problema económico, y en el caso de la digitalización es bastante evidente que no existen prácticamente actores industriales de peso en América Latina que pudieran aportar en construir la capacidad de ciertos sectores de formular demandas específicas que le permitieran acceder a las tecnologías de punta con costos más accesibles y menos atados a valores expresados en divisas extranjeras (como el dólar). La pregunta que queda pendiente es de qué manera el sector de archivos, museos y bibliotecas puede ser un actor más dinámico para producir ese conocimiento científico y tecnológico, y en qué condiciones podría hacerlo. Es una pregunta con final abierto.