Este artículo fue publicado originalmente en la Revista Luthor por Evelin Heidel.

En lo primero que pensé cuando me puse a escribir este artículo fue en una revisión pedante de las promesas incumplidas de la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación en los países de América Latina. Después, se me ocurrió hacer una reflexión crítica sobre el concepto “humanidades digitales” (a fin de cuentas, los físicos y los matemáticos usan lenguajes de marcado desde tan lejos como 1970, pero nunca se les ocurrió hablar de las “matemáticas digitales” o algo similar). Pero me acordé entonces que la primera vez que oí hablar de “humanidades digitales” fue en 2014 y que sería faltar a la honestidad intelectual hablar de algo que se conoce tan poco, o por lo menos hablar de algo cuyo campo disciplinar es tan inmenso como las “humanidades”.

Opté por la solución fácil: hablar de algo que conozco mucho y muy bien, y eso es hablar de las estrategias para sobrevivir en contextos adversos; en este caso, de las estrategias para acceder a la información y al conocimiento en contextos de recursos escasos o directamente nulos. Este no es un problema teórico que le importe demasiado a las humanidades digitales en Europa (y, por desgracia, he tenido la posibilidad de comprobarlo más de una vez), pero que sí debería importarnos a nosotros: ¿Cuál fue nuestra puerta de entrada al campo de la digitalización? ¿Por qué nos parece importante discutir todavía estrategias de digitalización en un mundo donde existen Internet Archive, Google Books y Europeana? Es obvio que desde América Latina jamás vamos a poder erigir proyectos de esa envergadura, con ese porte faraónico que tanto nos deslumbra y que, también, tanto nos aterra.

Quisiera detenerme entonces en la primera pregunta sobre nuestra puerta de entrada al campo de la digitalización. Cualquier licenciado de cualquier carrera de Argentina puede colgar su título universitario de una pared porque se compró su equivalente en fotocopias. En todas las experiencias de digitalización en las que participé, la discusión sobre la digitalización no fue una discusión teórica sobre las nuevas prácticas de lectura, sobre la pedagogía de lo digital, sobre la conveniencia relativa de los nuevos formatos: fue una discusión pura y exclusivamente centrada en la plata y en su relación con la posibilidad de permanecer en una carrera universitaria. No es una discusión fashion o moderna, seguro, pero fue una discusión mucho más centrada en las realidades prácticas y concretas de estudiantes que no podían acceder a sus materiales de estudio; de estudiantes que tenían pocas oportunidades laborales y madres que trabajaban haciendo servicio doméstico para ayudarlos en la carrera; de estudiantes venidos del interior que tenían que pagar una pensión y la comida y, además, las fotocopias; de una clase media empobrecida en su capacidad de adquirir bienes simbólicos después de la amansadora del 2001, pero que sostenía el acceso a la educación pública y al repertorio simbólico asociado a la lectura como uno de sus pocos bastiones de clase.

Nuestras discusiones eran así de concretas. Cuánta plata costaba hacer unas fotocopias contra la plata que costaba comprar un libro y cuánta plata costaban un montón de fotocopias, contra la plata que costaba acceder a un archivo digital (muchas veces, incluso, imprimiéndolo en el trabajo). No existió el mandato de ser modernos, sino el mandato de ser vivos; es decir, de sobrevivir, de permanecer.

Y cuando las fotocopias se volvieron ridículamente caras, las bases para el acceso a los archivos digitales ya estaban fijadas por las necesidades de los usuarios, en lugar de estar pre-digitadas por las condiciones de quienes distribuyen la información. Nunca llegamos a la discusión sobre las medidas tecnológicas de protección o sobre las condiciones que los grandes editores ponen a las bibliotecas públicas para el préstamo de los archivos digitales en los dispositivos electrónicos de lectura o e-readers, por la sencilla razón de que las instituciones públicas de enseñanza –y las bibliotecas junto con ellas– nunca estuvieron involucradas en la discusión sobre cómo efectivamente los aspirantes a obtener un título universitario acceden a la información y al conocimiento que necesitan para cumplir con ese objetivo.

Tuvimos la oportunidad de comprobar todo esto en una investigación realizada entre 2013 y 2014 (en proceso de publicación) sobre el ecosistema de acceso a los materiales de estudio, que incluyó a varios países (India, Brasil, Polonia, Sudáfrica, Rusia y Estados Unidos). A nivel global, uno de los primeros resultados que encontramos fue que ahí donde habían existido diversas experiencias de retiro o ausencia del Estado en la provisión de ciertas necesidades materiales de acceso a la educación (Sudáfrica con el apartheid, Rusia y Polonia con la disolución de la Unión Soviética, y Argentina y Brasil con las dictaduras militares), los estudiantes (y los profesores) habían tomado la problemática en sus propias manos, de manera completamente irrespetuosa de las instituciones legales vigentes como el derecho de autor. De esta forma, convirtieron el intercambio de información –a través de las fotocopias primero, y de archivos digitales más tarde– en la norma social, de manera totalmente independiente de la norma legal vigente. En consecuencia, el Estado adoptó una política de laissez faire en torno a la persecución criminal de las infracciones a la propiedad intelectual; y cuando finalmente, obligado por un actor privado, tomó la iniciativa de persecución, fracasó estrepitosamente por la condena social con la que la propia comunidad académica respondió a la persecución. El caso más emblemático de esta situación fue el de Horacio Potel en Argentina, pero sin dudas no fue el único.

La investigación en Argentina giró alrededor de lo que un grupo de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA habían conseguido hacer y habían nombrado como la “BiblioFyL”, una biblioteca digital que ofrecía una cantidad importante de materiales en formato digital para su libre descarga, y que en el año 2009 recibió una intimación legal por infracción de la ley 11.723 de propiedad intelectual y la 25.446 de fomento del libro y la lectura. La investigación tuvo tres partes: un resumen histórico alrededor de las iniciativas estatales para facilitar el acceso a la educación, como la editorial universitaria EUDEBA, y el retiro paulatino del Estado en garantizar estos derechos a partir de las experiencias dictatoriales de Onganía y su continuación con la dictadura del ’76; una encuesta a los estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras para analizar sus propias prácticas de acceso a los materiales de estudio; y una serie de entrevistas a los realizadores de la BiblioFyL a modo de historización.

Me detengo en las respuesta que obtuvimos en aquella encuesta porque me siguen pareciendo significativas del estado de la situación, y de la necesidad de seguir discutiendo algunas estrategias o enfoques teóricos para pensar nuestros problemas disciplinares.

En total, conseguimos 322 respuestas de los estudiantes, todos de diferentes carreras de la Facultad, pero en su mayoría pertenecientes a Letras y a Historia. De ese porcentaje total, solo 30% (98 estudiantes) tenían hecho el trámite para tener el carnet de biblioteca, un prerrequisito para pedir libros prestados. Nada más que el 4% (12) mencionaron que tomaban libros prestados “frecuentemente” (el resto lo hacían ocasionalmente). Lo curioso es que más del 77% reconocían que la biblioteca tenía libros que eran importantes para sus estudios, pero ese porcentaje era casi el mismo número de gente que reconocía que nunca había pedido prestado un libro de la biblioteca (el 70%).

Cuando les consultábamos si habían ido a la biblioteca para buscar los libros que necesitaban, solo 7,5% reconocía hacerlo regularmente, mientras que el 35% lo hacía ocasionalmente y el 57% nunca los iba a buscar a la biblioteca. La investigación sugería muy poca correlación entre las existencias de libros, el interés de los estudiantes en buscarlos, y el acto subsiguiente de tomarlos prestados de la biblioteca. En definitiva, el rol de la biblioteca es completamente marginal en las prácticas reales de los estudiantes.

En cambio, la respuesta universal para los problemas de costo y accesibilidad fue la efímera y barata y siempre compañera fotocopia. Más de la mitad de los estudiantes acceden a sus materiales de esta forma. De hecho, alrededor del 90% declaraba usar fotocopias muy frecuentemente.

Prácticamente dos tercios de los estudiantes adquieren entre el 60% y el 100% de sus materiales a través de las fotocopias. El siguiente paso fue preguntarles dónde adquirían estos materiales; el 72% respondió que los obtenían del Centro de Estudiantes, mientras que el 28% lo hacía en los negocios cercanos. Hasta ahora, el gran elefante en esta encuesta es uno solo, exclusivamente: fotocopiar es ilegal y es, de hecho, un delito penal. [1] Es decir, alguien que hace una fotocopia en Argentina puede ir preso, por más que sea en un porcentaje poco significativo respecto del total del libro, o por más que sea sin ánimo de lucro y para los meros fines de instruirse.

Más allá de la materialidad del libro, les preguntamos a los estudiantes una pregunta abierta del tipo de elementos que les ayudaban a acceder a los materiales que necesitaban. La mayoría de las respuestas gravitaron alrededor de los canales informales, como el intercambio a través de las redes sociales, y sobre todo a través de la fotocopia:

  • 27% mencionó la fotocopia,
  • 21% mencionó Internet en general,
  • 13.5% mencionó sitios de intercambio de archivos en general,
  • 10% mencionó los CDs del Centro de Estudiantes,
  • 6% mencionó otros grupos de estudiantes;
  • 4% mencionó a los profesores.

El 4% mencionó el campus digital, el 4% la biblioteca, y solo el 1% mencionó las bases de datos como JSTOR. Los altos costos y la falta de disponibilidad, tanto en el mercado como en el centro de estudiantes, fueron citados como los dos problemas principales en el acceso a los materiales. Les consultamos también cómo hacían buena parte de sus lecturas. El papel fue el formato privilegiado: el 79% indicó que leía en papel, el 14% lo hacía en la computadora, el 6% en un e-reader o tablet, y el 1% en el teléfono. Estos resultados pueden leerse en conjunto con otras encuestas e investigaciones, como la realizada por la Universidad de la República (Uruguay) o por el GPOPAI en Brasil, sobre el mercado de libros técnico-científicos en ese país (Craveiro et al. 2008).

En resumen, lo que me interesaba destacar de esta encuesta es lo que, intuyo, son algunos problemas que todavía no han sido abordados con suficiente nivel de detalle. El primero tiene que ver con la falta de conocimiento que tenemos respecto de las formas reales de acceso a los bienes simbólicos hoy. Estamos ampliamente convencidos de las potencialidades del fenómeno de la digitalización (que en algún punto comparto), pero ni siquiera sabemos realmente cómo acceden quienes leen y, sobre todo, por qué lo hacen de esa forma y cuáles son sus necesidades reales en relación con lo que hoy por hoy piensan las bibliotecas y los centros de información que son sus prioridades. En el nivel más fundamental, es evidente que lo que subyace es un problema estrictamente relacionado con las capacidades reales de acceder a los bienes simbólicos en su formato original, en vez de la búsqueda de sustitutos deficientes y efímeros.

En sintonía con esto, falta producir más conocimiento (y sobre todo, dar más discusiones) alrededor de un problema fundamental de nuestro tiempo: la existencia del “feudalismo informativo”, donde unos pocos actores, y paradójicamente muy reconocidos, concentran la propiedad de la mayor cantidad de información, controlan los mecanismos legales que regulan la circulación de esta información, los medios a través de los cuales se distribuye y, por último y no por ello menos importante, controlan también la dirección de nuestra atención. Si no abordamos este problema, si dejamos la discusión sobre la propiedad para más adelante simplemente porque hablar de la propiedad en el siglo XXI nos hace parecer poco cool o poco modernos, la discusión no tendrá potencial de cambio.

Y así volvemos a la segunda pregunta que nos hacíamos más arriba. La discusión sobre la digitalización no es una práctica que se tenga que dar en el vacío. Si no entendemos el fenómeno glotopolítico de la existencia de Europeana, de Internet Archive y de Google Books, y si no abordamos las deficiencias de nuestras propias instituciones culturales de una manera tal que las vuelva resilientes a los problemas de ser una institución cultural en un país subdesarrollado, nos quedamos entrampados en la promesa maravillosa de las tecnologías de la información y de la comunicación, pero sin avanzar ni un ápice en resolver la desigualdad que existe en el acceso a los bienes simbólicos. Es una discusión tanto teórica como práctica, en la que hay que avanzar en resolver nuestro estado de conocimiento sobre el tema, en implementar las soluciones disponibles que se ajustan a los magros recursos con los que contamos, y en sostener una discusión que apunte a cambiar los mecanismos legales vigentes que permiten la concentración de la información en pocas manos e impiden su difusión por las instituciones que deberían ponerla a disposición de todos.

Experiencias en el campo: un taller de digitalización

Hasta aquí, nos concentramos en la parte del actor que demanda este tipo de materiales en formato digital, y que eventualmente (aunque no en la mayoría de los casos), los genera. Pero nuestra propia experiencia en este campo ya nos advertía –al igual que en la investigación que mencionábamos más arriba– que existía una necesidad insatisfecha del lado de quienes deben responder a esa demanda, es decir, las bibliotecas, los archivos y las instituciones culturales. Nuestra experiencia en la construcción de escáneres de libros “Do It Yourself”, el contacto aceitado durante muchos años con bibliotecas y archivos que necesitaban digitalizar sus colecciones, y las preguntas constantes de diversas personas sobre aspectos técnicos de la digitalización, nos alentaron a volcar esto en una experiencia que buscara justamente unir a las personas que tienen el deseo de digitalizar una pequeña o gran colección, con el conocimiento necesario para hacerlo.

Fue un poco con este objetivo que en el 2016 decidimos, con el grupo de investigación en historia del derecho de autor en Argentina, hacer un taller de digitalización que abordara tanto los aspectos prácticos como los aspectos teóricos, para dar en el contexto de los cursos de extensión que brinda la Secretaría de Extensión Universitaria y Bienestar Estudiantil (SEUBE) de la Facultad de Filosofía y Letras.

Nuestro primer acercamiento nos mostró que uno de los principales problemas está justamente en la falta de instrumentos prácticos para iniciar proyectos de digitalización. En concreto, lo que identificamos es una gran área de vacancia. De los 60 asistentes a la primera clase, en la encuesta preliminar que les realizamos, encontramos las siguientes respuestas, en relación con sus expectativas:

Consultamos también si alguien se encontraba actualmente en algún proyecto de digitalización concreto, y les preguntamos cuáles eran los principales inconvenientes con los que se enfrentaban. Las respuestas obtenidas fueron agrupadas en las siguientes categorías:

Cabe aclarar que el perfil demográfico de la clase era bastante uniforme: más de la mitad eran bibliotecarios (33 asistentes), y el resto se repartía entre docencia, edición, investigación académica y otras profesiones.

Lo interesante de estas encuestas es que, del total de los asistentes, eran pocos los que tenían proyectos concretos de digitalización (solo ocho de los encuestados reseñaron tener un proyecto concreto, y señalaron tener más de un problema), mientras que la mayor parte de los asistentes brindó una respuesta vinculada a sus obligaciones profesionales, antes que a la ejecución práctica de algún proyecto. Pero también se observó como uno de los principales problemas –tanto en la parte específica de los inconvenientes como en la de expectativas– la falta de conocimiento práctico y técnico sobre el tema.

Tendiendo el puente (digital)

Lo que es evidente a partir de las encuestas es que comprarse un escáner no resuelve el problema de la digitalización en ninguno de los dos extremos: ni desde la demanda de material en formato digital, ni desde la producción de ese material en formato digital.

Primero, porque las condiciones estructurales de la mayoría de las instituciones que custodian los materiales ni siquiera les permite pensar en la posibilidad de adquirir una tecnología de este tipo. Pero, incluso en los casos en los que pudieran acceder a una tecnología de estas características, comprar el escáner no compra el conocimiento, y con esto nos referimos no al conocimiento de “cómo operar un escáner que acabo de comprar”, sino al conocimiento específico que se requiere para saber, de mínima, qué escaner conviene comprar.

En segundo lugar, porque incluso si se resolviera el problema de acceso a la tecnología, y se pudieran eliminar las barreras a esos conocimientos técnicos y específicos sobre digitalización, no hay ni siquiera un acercamiento real a las problemáticas reales de quienes más demandas tienen alrededor de la digitalización. E incluso si la hubiera, en el contexto actual, con una ley de propiedad intelectual profundamente restrictiva y que criminaliza prácticas de acceso tan simples como la puesta a disposición de material digital que proviene originalmente de una fotocopia (como fue el caso de BiblioFyL), la barrera de la disponibilización se pone en un lugar excesivamente alto e imposible de alcanzar para la mayor parte de las instituciones.

La desigualdad es una condición estructural de nuestros países: tanto en los marcos legales que se nos impusieron en la década de los ’90 para proteger la circulación de los bienes intangibles, cuya propiedad está concentrada en una parte del mundo, como en la transferencia de la tecnología que se requiere para llevar a cabo proyectos tan fundamentales como una política cultural de acceso equitativo a los bienes simbólicos. Las condiciones actuales del contexto son estas. Es necesario conocerlas. El mensaje alentador, si se quiere, es que en este campo como en ningún otro todavía podemos tomar el asunto en nuestras propias manos. La BiblioFyL, los escáneres de libros “Do It Yourself”, este taller de digitalización, son ejemplos prácticos para movilizarnos de la inercia teórica que nos produce reconocer nuestro desalentador estado de situación.

Bibliografía

Busaniche et. al. (2010). Argentina Copyleft. La crisis del modelo de derecho de autor y las prácticas para democratizar la cultura. Buenos Aires: Fundación Vía Libre.

Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, Programa de Entornos Virtuales de Aprendizaje y Núcleo de Recursos Educativos Abiertos de la UDELAR. (2016). Campaña por el derecho a estudiar. Uruguay: Universidad de la República. Disponible en: http://proeva.edu.uy/noticias/porelderechoaestudiar/

Gisele Craveiro, Jorge Machado, Pablo Ortellado. (2008). El mercado de libros técnicos y científicos en Brasil: subsidio público y acceso al conocimiento. Grupo de Investigación en Políticas Públicas para el Acceso a la Información. San Pablo: Universidad de San Pablo. Disponible en: http://www.livrosabertos.sibi.usp.br/portaldelivrosUSP/catalog/book/34

Notas

[1] Según los artículos 72 y 72 bis de la ley 11.723: . Para un análisis más exhaustivo, ver Busaniche et. al. (2010).